domingo, 16 de agosto de 2009

XXXII

Me siento en el lugar de siempre, en ese sitio que me asigno la costumbre para engendrar la escritura.
La mano no lo sabe; sólo cumple su rutina, trazando líneas y símbolos de los que brotaran paisajes y mitologías.
Otras manos me dieron la mañana de farsalia, la fabula y la metáfora; la hoguera en la que Tomas de Torquemada quemó al hereje; el dragón que es la proa del vikingo; la oda, epopeya del verso; el foro y la ágora; la tempestad de ceniza y fuego en los jardines de Pompeya; la lujuria de Zeus en una lluvia de oro sobre Dánae, la inquieta mosca sobre la cara muerta de Jesús; la guerra de trincheras; la caja de Pandora; “esa otra Eva de los griegos”; el Génesis y el Apocalipsis de cada día.
He padecido cada letra, cada punto en el que finalizo una historia. Mañana serán de nuevo la exigua muerte de esta tarde y su temprana luna, la corrosiva angustia y los confusos combates entre lo que soy y he sido.
Volverá a vivir lo que ya ha fallecido.
Todo vuelve a suceder cuando alguien lo lee.

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